viernes, 27 de julio de 2018


Orange

Silvina Mercadal

Zindo & Gafuri
2017

XIV

Cuando Lila alcanzó a cruzar
el cañaveral, los honderos
de narices afiladas, arrojaban
gruesas piedras, cáscaras
cristalizadas, de sierpe
pieles contra la secuela.
Entonces la desviaba
el más simple canto
dulce ensalmo, al bosque.
Allí descansan
bajo la techumbre
enramada del búho
hablan tropelías tentación del mal
su antojo.


Las aventuras de Lila en un cañaveral, Lila reina o Lila búho, con cintas y trenzas despeinadas, coloridas colgando de su cabello. Lila con un atuendo magnifico es epicentro mágico del asombroso mundo de Orange. Su viaje es iniciático como aquellos que promovían los poetas románticos, paseantes al origen de las cosas y el lenguaje. El espacio, el sitio vegetal del cañaveral, se teje y desteje en el poema, las palabras hilvanan la extrañeza de esa morfología donde animales y humanos se mezclan y confunden. Inspirada en los poderosos versos de Marosa di Giorgio, Silvina Mercadal crea Orange, engendrado de la palabra abierta, erotizada, dando a luz. Escribe Marosa en Reina Amelia: Lavinia terminó de cruzar el cañaveral yendo / hacía la escuela. Portaba una trenza, / un pendiente, largo, de plata. / (Es flaquísima y lleva también una cartera / en grueso cartón castaño oscuro / y protuberancias ígneas).  Así se fecundan y contienen dos universos poéticos, en esas mujeres-niñas atravesando un cañaveral, ocultas en las altas y doradas extensiones vegetales, propiciando el misterio. Lila emprende en su viaje deslumbrada por un cortejo cosas y amuletos, necesarios utensilios para ese viaje de transmigración y deseo.
Meseta de Lis es la segunda parte, u otro desdoblamiento de la poética de Silvina, donde y hermosos poemas se congregan para decir nacimientos e imágenes: La noche secreta / el gusano aterciopela / una rosa púrpura. Destellos, estrellas, un parpadeo en el atardecer. Las copas de los pinos / alfileres ardientes, rozan / el dobladillo del viento. Un artefacto en pequeña escala donde la lengua y el verbo supuran el evento y son, portales, flor, incendio.







Qué lindo


Qué lindo
Roberta Innamico

Zindo & Gafuri
2015

Me hago un collar de fideos
un collar largo
que haga ruido
bajan fideos
como gotas
por la lana
manguitos de fraile
también me hago una pulsera
con los fideos
y todos se enteran
cuando muevo las manos
si tuviera las uñas largas
me las pintaría de rojo
y golpearía las mesas
las tazas
las cosas de vidrio
como una lluvia suave
una pétalo de malvón
pegado con saliva
en la mejilla
es una lágrima blanca
una tristeza de amor.



Es hermoso, hermoso. Me siento frente a la pantalla después de tomar unas fotografías a Simón detrás de la ventana y lo observo intentando manejar su pequeña bicicleta; frunciendo las cejas me mira e insiste con los pedales un poco rígidos, yo gesticulo mis labios ampliamente y le digo: sos hermoso, hermoso. Es imposible no fascinarse con ese mundo infantil, esa intensidad de la experiencia que congrega toda experiencia humana que también se proyecta a los animales y objetos, sombras y reflejos, como si cada relación fuera un gran acontecimiento. El mismo patio y el sol serían cualquier patio y cualquier sol sin Simón circulando con su atuendo invernal y su artefacto ciclista. Hay algo de esa imagen, de lo que sucede, que me traslada apaciblemente a mi propia a infancia, al mundo tal como se veía en aquella época. Los poemas de Roberta Innamico tienen esa misma intensidad temporal, un pequeño bucle que recorre y juguetea con la infancia. Sus poesías tienen ese poder de ubicar en escena ciertas cosas, anécdotas o pensamientos que transforman lo real, el presente se superpone con acciones y palabras propias de un mundo que aflora: El baldío es abierto como un mar / lo cruzamos yo y mi amiga / el burro por delante / pinchan los yuyos en las patas sin medias.
Qué lindo es un libro que reúne diversos poemarios, el conjunto completo funciona como un compilado para recorrer lugares vedados por el presente. La manera en que Roberta nos habla, su inventario rítmico del mundo acecha contra la aceleración, es necesario detenerse y suspirar para poder leer. El poema es un juego, la pequeña bicicleta en el vaivén de sus pedales, su lógica emancipa las orillas extenuadas de nuestro espacio, de nuestro añorado baldío. La niña que habita esa escritura inventa su propia casa, su lengua extraña para comunicarse con los animales, se transforma con sus joyas y colores, subvierte la norma de la razón y atraviesa maravillada portales que llegan hasta mí y hasta vos.  





martes, 24 de julio de 2018

el año de los psicotrópicos



El año de los psicotrópicos
Eloísa Oliva

Ediciones Neutrinos
2017

Vuelvo a la casa donde viví de joven.
La rama del árbol cruza la ventana
casi cinco metros creció, ¡diez años!
Un viaje de ida, otro de vuelta
y el corazón: una membrana menos flexible.
Una planta crece y se convierte el algo vivo
hermoso y obstinado. Una persona no,
una persona crece y se convierte
en una versión desmejorada de lo mismo.
Antes era capaz de describir, ahora tardo meses
para decir que el sol
alumbra el árbol y que ese brillo, ese contacto
me alcanza para certificar que estoy viva.
Alguien dijo: después de los treinta se escriben
los verdaderos poemas. Eso será verdad si y solo sí
escribir se trata de reponer la distancia
entre lo que esperábamos y lo que hay.
En la ventana, las ramas del jacarandá
siguen su camino hacia las nubes.

Una pequeña colección de poemas, un álbum que enlaza del tiempo no sus nítidas fotos  sino sus huellas errantes, evoca sombras y siluetas del pasado. Eloísa Oliva recuerda un tiempo desplazado hacia atrás por las horas y los años, lo que lentamente se esfuma de nosotros y nuestra vida. Ella advierte con sus palabras melodiosas algo en los cuerpos que, al igual que una gota en el jardín, desaparece. Una extrañeza invisible, una facultad sensitiva que se recupera sólo en el poema: la facultad de describir. Desde un centro de irradiación que enlaza la totalidad del libro, el corazón funciona como un ojo. Pasados los años, avejentado el cuerpo, los sentidos se confunden con la memoria; no pueden ver exactamente lo que hay sino aquello que quisieran ver. Los poemas de Eloísa buscan esos espacios descontaminados, desafectados de un yo melancólico para poder afirmarse: esto es y existe más allá del tiempo. Por momentos, las plantas sus hojas y flores, responden al deseo que las interpela, especialmente, aquellas que nacieron y aún crecen en arquitecturas añoradas, en espacios parlantes de memoria.
Los años jóvenes y soleados son el origen de la experiencia que ahora la escritura recoge y revela abierta, herida en su superficie lozana y brillante, la sensación de plenitud. Escribe Juana Bignozzi: Cuáles eran los árboles de mi juventud / los de las calles por las que no siempre logro caminar / en la noche vuelven las flores de mi vida / las hojas de mi casa / en un eternizado paisaje de diario. Al igual que en los destellos intermitentes de Eloísa, la juventud vuelve de a ratos, en los recovecos del sueño, iluminada por su propia efervescencia   







lunes, 23 de julio de 2018


Triza
Valeria Pariso

Editorial de todos los mares
2017


La flor pegada en la pág. 50.
El polvo de la flor en la 51.
Tus dedos
tratando de levantar la flor
sin que se rompa.
La forma en que se ahoga la tristeza
cuando lográs tener
la flor
entre tus manos.

Otra vez la misma flor y late el mundo.
Cuántas formas de volver tiene la ausencia.

Algunos elementos o cosas aparecen y dibujan a lo largo de Triza, el libro de Valeria Pariso, un caleidoscopio de flores y viento, piedras y fuego. La imagen forma una singular interpretación morfológica: algo roto o destrozado no siempre muere, habita el mundo desde otra perspectiva, se adapta a esa nueva anatomía, se camufla en el dolor de sus heridas y existe disponiendo para sí novedosas versiones de lo que fue.
Las manifestaciones naturales condensan pequeños paraísos artificiales, ellos dan cuenta de estrategias para sobrevivir, simples mecanismos vinculados a su aspecto y a sus impulsos; la fragilidad de un pétalo, la fortaleza del tallo y de cómo resisten al viento o la ausencia. Sin embargo, la autora nos advierte que toda realidad, toda consagración al orden, puede ser derribada en un instante, por una mínima potencia o un impulso, gestante de suspiros: Tardes donde un gesto levísimo / podría demoler un jardín.
Cada nueva forma del presente parece construirse sobre un modelo anterior, una nostalgia y la pérdida de un paisaje afectivo, añorado y distante. Anteriormente todo lo conocido respondía a una latencia vital, a una continuidad deseada y ahora, ni siquiera, la memoria dispone de una versión nítida, por el contrario, se presenta como un palimpsesto de posibilidades y tiempos, vociferando en el poema, sus múltiples trizas. Sin embargo, aún aguarda el futuro, quizás la última morada, en el vendaval de un jardín, en la espera, en el designio o la palabra amor correspondiendo, otra vez.
En el libro, una impresión metafísica abunda, la sensación de que forma y contenido se pertenecen en la experiencia del dolor. El lenguaje se repliega una y otra vez entre las astillas de un evento intangible y es allí donde el cuerpo asoma, rasgado. Toda emanación se nutre de la herida, esa physis primigenia destemplada en la lengua prolífica.
En los poemas de Valeria Pariso lo predecible zigzaguea el tiempo, se confunde entre sus escamas inciertas. Existen ebulliciones de intensidad, coordenadas disonantes pero ese mundo roto lentamente se instala y emana sus preguntas, inventa un relampagueante horizonte.
¿Cuántas morfologías resiste el amor, cuántos collages de espejos confundidos, narcisos y extraños? El cuerpo pregunta y ofrece gestos antiguos, mapas para un mundo roto. El cuerpo se fascina incorporando gestos frente al impulso silencioso del tiempo.